domingo, 30 de noviembre de 2008

El amante egoista




Se definía como un amante egoísta. Lo hacia sin palabras, con un pensamiento tatuado.
Consideraba ésta la única forma de amar y seguir siendo él mismo: libre, como deben ser los amantes.

Cuando te bese, lo haré con deseo, por satisfacer mi curiosidad.
Querré saber si tus labios son mullidos, fríos o tibios, si permanecen cerrados o se relajan y acomodan a los míos.
Decidiré entonces si quiero tomar tu boca y mandaré en avanzadilla la punta de mi lengua. Y, como es la primera vez, dará igual si decides recibirme o atacar, o en qué pista bailemos. No importará si te llevo o si te dejas, ni si el beso se diluye o interrumpe, pues me gustará por novedoso.

Disfrutaré al desnudarte lentamente, o tan rápido que ni queriendo pueda recordar, buscando llenar recuerdos con tu imagen.
Mas si decides ser tú quien me descubra, disfrutaré también, observando tus maneras, tus reacciones… dejándome hacer.

No pensaré en ti cuando recorra tu cuerpo, investigue, pase de largo o pare en algún recoveco de tu piel… No lo haré al coronar o bajar, humedeciendo, bebiendo… al escuchar o exhalar suspiros, cuando acelere o detenga tus movimientos, acompasando los míos, buscando tu placer … no, ni siquiera entonces pensaré en ti.

Creía que solo un alma gemela podía darle lo que ansiaba.
Un ser que pensara en si mismo, independiente, del que no tener que preocuparse.
Alguien tan egoísta que permaneciera por placer y se marchara al terminar éste.
Que supiera, que apreciara, que fuese…
Un no joven.
Alguien que hubiese mutado.






martes, 11 de noviembre de 2008

Desvelos

Una vez conocí una mujer que recordaba su nacimiento. Pero sólo eso. Nada anterior al momento de sacar la cabeza al frío quirófano y del dolor y ahogamiento hasta que respiró.
Mi caso es distinto. Recuerdo “todo” desde el momento de mi concepción. Cada división celular, la formación de los miembros, órganos, su crecimiento y finalmente el parto. Se podría decir que tengo consciencia de mi ser desde 39 semanas antes de nacer.

De pequeño creía que esta circunstancia era común a todas las personas. No tardé en comprender mi error.
Dicen que los niños son crueles, pero mis compañeros de patio reían y maravillaban con lo que les contaba. Los profesores, por el contrario, tendían a castigarme tras leer algunas de las narraciones de mi previda, que siempre acompañaba de ilustraciones (entonces las llamábamos dibujos) con el fin de ayudarles a comprender mejor.
Mi madre jamás me criticó. No alentaba lo que todos denominaban “pura fantasía”, pero me escuchaba y al terminar guiñaba un ojo o sonreía.

Ya antes de pisar el instituto y tras pasar por dos médicos especialistas, “cariño tú solo contesta a sus preguntas”, comprendí que mi caso era inusual o quizá que nadie más tenía el valor de contarlo. Y aunque siempre supe que no era sueño o locura; cuando quería recordaba aquellas semanas con igual nitidez que la comida del día anterior; tomé la determinación de no volverlo a mencionar.

Los estudios se me daban bien, sobre todo los relacionados con biología, física y química. Por ello decidí estudiar medicina.
Me casé. Tuve dos hijos que a su vez me dieron 3 nietos. Trabajé como neurocirujano hasta los 60, edad en la que pude jubilarme.

Sólo en una ocasión volví a hablar del tema.
Cuando mi madre enfermó, una de las largas noches que pasamos juntos en el hospital, me preguntó qué había antes … Me conmovió que recordara aquellos monólogos de mi infancia, así como que sospechara que ocultaba una gran verdad nunca desvelada. Pero no pude responder pues, como todos, mis conocimientos sobre el otro mundo son meras sensaciones, deseos o creencias.

Desde que aprendí la lección del silencio mi vida ha sido normal: tan satisfactoria y frustrante como cualquiera.
Pasaba largas temporadas sin recordar y cuando lo hacía, estos recuerdos no alteraban ni influían en mi modo de vida.
Sin embargo, ahora que conozco la fecha de mi muerte (no más allá de 6 meses) me veo obligado a enfrentarme a aquel hecho, que si bien no marcó mi vida, si habrá de guiar su final.
No tengo miedo a morir. Que exista un más allá (angelado o de reencarnaciones) no me preocupa: lo que tenga que ser será.
Mis desvelos son concretos y terrenales.
Lo que me angustia es pensar cuánto tiempo, tras la certificación de mi muerte, seguiré siendo consciente de cualquiera de las células que me componen. Pues si mi final es tan excepcional como lo fue el principio, así ocurrirá.

Debo pues decidir si quiero ser incinerado: sufriendo el intenso dolor de quemarme a 3000 grados durante tres eternas horas, o enterrado: semanas de descomposición bajo la tierra, sintiendo cómo la epidermis se desprende, cómo músculos y órganos del cuerpo se pudren lentamente, hasta que la desaparición de las partes blandas de mi esqueleto traigan consigo el ansiado descanso.

No hay razón o indicio que haga suponer que tan asombroso hecho de consciencia vuelva a suceder…pero entenderán que no quiera dejarlo al azar.